No es posible
vencer a la muerte una vez ha cogido tu mano y te ha llevado con ella,
convirtiéndote en recuerdo, en dolor, en nada. No es posible conseguir que los
pulmones vuelvan a llenarse de aire y vuelva a latir tu corazón. No cuando tu
cuerpo ya está enterrado, unas quince personas mirando hacia el profundo
agujero que cavaban los enterradores, con rapidez, con profesionalidad, signos
de que hacían eso a menudo. Algunos lloraban, otros simplemente negaban con la
cabeza y seguían mirando, tristes, despidiendo a un hombre bueno, a un hombre
sabio y lleno de vida. Oh, bueno…
Bajo aquella
tierra que ahora apaleaban los dos fuertes hombres para dejar plana, se
encontraba el cuerpo inerte y sin vida del Sr. Young, dueño de la librería de
la ciudad, dueño de las sonrisas y los agradecimientos de mucha gente de aquel
pequeño lugar, pues era un hombre bueno, generoso y siempre dispuesto a ayudar
y a enseñar a los demás. Su repentina muerte había salido hasta en los
periódicos, pero nadie miraba más allá de la muerte del noble señor, nadie
miraba tras el gentío que miraba hacia la fosa, en aquel cementerio alejado de
la ciudad, lleno de lápidas y de nichos, de almas perdidas. Nadie miraba a la
chica que miraba sin ver, sin que una lágrima cayese por su mejilla y se sentía
sola rodeada de aquella gente. Nadie se fijó si quiera en que ella no iba de
negro, sino de rojo, una chaqueta roja larga, con botones grandes de color
negro, con guantes rojos también.
Sonará triste,
pero de toda aquella gente que se reunía para presentar sus respetos y
despedirse de un amigo, la única que lo conocía bien era ella, allí plantada,
sin poder llorar, sin poder decir una palabra a nadie, sin poder siquiera
acercarse y tirar la rosa blanca que tenía en la mano. Se suponía que debía
haberla dejado caer sobre el que ahora sería el lecho del anciano, pero la
tenía en la mano, firmemente cerrada alrededor del tallo. Cuando todos
comenzaron a irse de allí, ella permaneció allí de pie, esperando a que los
enterradores se marchasen también.
Se quedó sola,
y sintió sus pies caminar hasta la tumba, ahora lista. En la lápida podía
leerse un epitafio “Aquí descansa George Samuel Young, querido entre personas y
entre libros”. Libros. Aquello los había unido, de no haber sido por el hambre
voraz hacia la lectura de la muchacha, jamás hubiera conocido al difunto.
"Hacía mucho frío aquel jueves, era Noviembre, y la
chaqueta que su madre le había puesto le llegaba por las rodillas. Era de un
rojo intenso, y el gorro y los guantes hacían juego con su piel pálida y su
cabello castaño oscuro. Caminaba sola de vuelta a casa tras el colegio. Hacía
tan solo unos meses que su familia había llegado a la ciudad. Aún no conocía
ningún sitio donde pudiese pasar el rato fuera del instituto, un sitio donde
poder hacer algo de provecho, algo entretenido. Pero fue el día que descubrió
un camino más corto a casa, el día que encontró la librería de la esquina.
“Librería Young”. Se paró allí de pie, mientras coches y peatones iban y
venían, y ella miraba el escaparate, en el que podía verse un par de sillones,
con una mesa de café redonda, en la que descansaban varios libros. A lo largo
de la calle, hasta donde llegaba la tienda, había sillones. Por el otro lado
pudo ver estanterías y más estanterías. Podía ver en otro escaparate un mostrador
de madera, pero era difícil verlo bien, pues el cristal era más bien oscuro.
Con solo once años, su curiosidad y ganas de leer un libro, le hicieron abrir
la puerta y conseguir que una campanilla sonase a la vez. Miró hacia arriba,
hacia la campanilla, mientras se quitaba los guantes distraídamente y los
sujetaba entre sus pequeñas manos, para después dirigir la mirada hacia la
acogedora estancia.
Por fuera no se veía bien porque el cristal era algo
oscuro, pero el sitio no era pequeño para nada. Solo con entrar, se podían ver
muchas estanterías, largos pasillos que seguramente ocuparían la mitad del bajo
de los edificios. Todo era madera oscura, cálida y antigua, y todo parecía muy
rural y caro. Junto a los escaparates, los de la izquierda de la tienda, había
sillones y mesas de café, además de lámparas de pie que supuso, serían para
alumbrar al lector. Había cuadros y fotografías en las paredes revestidas de
madera, de muchas situaciones diferentes, en su mayoría en blanco y negro. Tras
el mostrador había cinco retratos, todos de hombres que sonreían y se parecían
mucho. Se notaba la diferencia del tiempo, pues parecía una cronología. El
último retrato, el que seguramente se acercaba más al año en el que estaban,
enseñaba la fotografía de un hombre con cabello cano y con barba, trajeado y
con la sonrisa más amplia de los cinco. De nuevo dirigió su mirada a los otros,
y soltó una risita al fijarse en el tercero, que sonreía bajo un enorme
mostacho gris y unos ojos pequeños.
- Curioso como un bigote puede hacer reír a una
pequeña como tú - dijo una voz a su espalda. Se giró rápidamente, asustada por
la repentina aparición del quinto cuadro ante ella en persona, la sonrisa en su
cara incluso. Juraría que llevaba el mismo traje. Era un anciano alto, con unos
ojos más grandes que el otro individuo, de un color azul intenso, y una nariz
bastante ganchuda. Tenía las manos en los bolsillos de su traje gris de tweed y
su aspecto era elegante. -. Aunque bueno, es entendible, era un hombre gracioso
en sí. - comentó, sonriendo más ampliamente.
- Tiene los ojos pequeños, la sonrisa apenas se ve
bajo ese bigote… - musitó algo avergonzada, pero devolvió la sonrisa y echó una
mirada de nuevo hacia los cuadros. Seguramente sería su abuelo, o su bisabuelo.
- Sus amigos lo llamaban Mus por su enorme bigote,
los demás lo llamaban Wilhelm, y yo le llamaba abuelo.
- Supuse que eran familia. Se parecen mucho. -
comentó la pequeña, sin dejar de mirar el cuadro.
- Así es. Los Young siempre hemos sido muy
parecidos, si juntamos todos los cuadros de la familia, cualquiera diría que
somos hermanos. - suspiró y se acercó a la niña en dos pasos, extendiendo una
mano que ella estrechó con curiosidad y firmeza. - Mi nombre es George Young, y
soy el actual dueño de la Librería Young. Antes que yo, lo fueron ellos - dijo,
señalando los cuadros de nuevo. -. Y antes que ellos, otros, en otro lugar y en
otro tiempo. - sonrió y ella le devolvió la sonrisa.
- Novalee, señor, Novalee Prescott - dejó de estrechar
su mano y, mirando hacia arriba como estaba -pues él era bastante alto-, se
quitó el sombrero. -. Es un placer. Y encontrar una librería en esta ciudad,
también. - comentó, a lo que el anciano rió, para después caminar hacia uno de
los sillones, indicándole con una mano que le siguiera.
- ¿Puedo ofrecerte un té, señorita? - preguntó,
mientras ambos tomaban asiento. A Novalee las piernas le colgaban del enorme
sillón, pero se acomodó igualmente, dejando sus guantes y el gorro a un lado,
mientras se desabrochaba la chaqueta.
- Nunca he bebido té. - comentó ella, sin negarse.
- ¡Nunca ha bebido té…! - exclamó no demasiado alto
el Sr. Young, como si estuviese hablando a alguien invisible.- Pues verás,
Novalee Prescott, aquí además de libros ofrecemos un lugar donde leer y un buen
té, y no quiero alardear, pero hablamos del mejor de la ciudad - le guiñó un
ojo mientras se levantaba y ella rió. -. Oh, se me olvidaba… estás en una
librería, querrás algún libro. Eres libre de coger cualquier libro que encuentres
aquí, mientras tanto… prepararé ese té. - se metió tras el mostrador mientras
ella se levantaba de un salto, y abrió una puerta que se encontraba bajo el
centro de la línea de retratos. La dejó abierta, y Novalee pudo ver una cocina
bastante rústica y limpia. Aquel sitio le parecía más perfecto por momentos.
- En realidad, la encontré de casualidad, y pensé en
curiosear un poco. - dijo, un poco alto mientras caminaba hacia las muchas
estanterías que llegaban casi al techo del local, para que el Sr. Young la
oyese bien. - Ha sido una suerte, soy nueva en la ciudad y aún no había
encontrado ningún sitio en el que poder pasar el rato. - se metió en uno de los
pasillos, iluminado gracias a los enormes escaparates. Oyó un sonido parecido a
un chorro de agua y una risa profunda.
- ¿Aún no has hecho ningún amigo? - preguntó el
anciano desde la cocina.
- No… - contestó Novalee, centrada ahora en la
conversación, una mano pequeña apoyada en uno de los estantes de la zona de
“Aventuras”. - los niños de mi escuela prefieren pasar el rato jugando a
videojuegos y persiguiendo a las niñas, y las niñas prefieren revistas de moda
y muñecas. No me entienden. - Novalee era sincera, siempre lo era, y no podía
evitar contarle todo aquello al hombre que hacía apenas cinco minutos había
conocido. Su mano pasó por los libros, leyendo los títulos para elegir alguno,
cuando una mano apareció sobre ella y cogió un libro de un estante más arriba.
- ¿Has leído La isla del Tesoro, de Robert Louis
Stevenson? - preguntó el Sr. Young, entregándole el libro con una sonrisa.
- No, pero una vez mi hermano mayor, Rick, lanzó el
suyo a una hoguera, porque le suspendieron en un examen sobre ese libro. -
frunció el ceño ante el recuerdo y el anciano abrió mucho los ojos,
sorprendido.
- Vaya, debía estar muy enfadado - Comentó mientras
caminaban hacia los sillones de nuevo. -. Bueno, ahí tienes tu té - señaló la
mesa y se sentó, cogiendo el suyo, que también había preparado al parecer -.
Espero que te guste. - sonrió y ella se sentó ante él de nuevo, dejando el
libro a un lado en la mesa y cogiendo la taza, caliente. Sopló un poco inflando
sus sonrojadas mejillas y dio un traguito suave. Quemaba un poco, pero el sabor
era dulce y le gustó mucho, además tenía sabor a vainilla. Adoraba la vainilla.
Sintió como de repente el frío que había sentido se perdía en aquel líquido.
- Está delicioso, señor, muchas gracias. - dijo,
sonriendo al hombre mientras daba otro sorbito. Él le devolvió la sonrisa y
asintió una vez, bebiendo un largo trago de su té, acostumbrado ya al calor.
- Te gustará ese libro, lo presiento. - comentó,
dejando su té sobre la mesa y cogiendo el libro, dándole un vistazo por encima,
girándolo varias veces. - Te gusta la aventura, ¿verdad, pequeña? - preguntó, a
lo que ella asintió, sonriendo.
- Siempre he pensado que la vida es una aventura,
pero me gustaría vivir una aventura de cuento, una aventura como las que vivían
los héroes en la antigüedad. De esas aventuras que ocurren en los libros… - el
anciano la miraba sorprendido, con la boca entreabierta y los ojos
entrecerrados.
- ¿Cuántos años tienes, Novalee? - preguntó,
ladeando un poco el rostro.
- Once, pero en once meses y… cuatro días cumpliré
los doce. - contestó, asintiendo una vez.
- Vaya, así
que tu cumpleaños fue hace poco, ¿cierto? - preguntó él, mientras ella
asentía de nuevo.
- El lunes, sí. Tengo que esperar un año para
cumplir los doce, pero no tengo prisa. - dijo, quitándole importancia con un
gesto.
- Pues verás, Nova. ¿Puedo llamarte así? - preguntó,
señalándola con la mano, como invitando a una negación.
- Sí, suelen llamarme así. - contestó, ansiosa por
saber de qué iba lo que iba a contarle, ya que era sobre su cumpleaños, al
parecer.
- Bien, pues verás, Nova, esto es lo que vamos a
hacer, vas a llevarte el libro que he escogido para ti, y te lo vas a quedar.
¿Aceptarías eso como un regalo de cumpleaños? - preguntó, con un guiño. Novalee
sonrió ampliamente y asintió, contenta.
Lo que quedaba de tarde la pasó en la librería,
hablando con George Young sobre los libros que había leído y los que quería
leer, hablando sobre el pasado de él, y sobre el de ella. Si no tenía amigos,
no iba a perder la cabeza. Tenía once años, tiempo para eso, y tiempo para
conocer más al Sr. Young, quien sería el que la introduciría en un mundo lleno
de aventuras. De aventuras en los libros que siempre le daba. Al llegar a casa
aquel jueves, después de cenar y de cepillarse los dientes, leyó hasta que el
libro terminó cayendo de la cama cuando se durmió pasando sus páginas y
empapándose de aventuras."
Ocho años
después, la rosa caía sobre la tumba mientras las lágrimas brotaban en
silencio, por sus mejillas, y recorrían su rostro hasta su cuello, y tras darle
un último vistazo a la tumba, caminó lejos de allí, lentamente, queriendo que
todo fuese una pesadilla.
N/A: ¡Y ahí está! Os dejo esto por aquí y desaparezco. Mañana más, culos. Un beso, ratoncillos ♥